miércoles, 25 de junio de 2014

Diosnel Gutiérrez, el árbitro excesivamente bueno.

Diosnel siempre fue un apasionado del fútbol. De chico iba a la cancha con su tío Marcial, quien se desempeñaba como árbitro en partidos de barrio y torneos de poca monta, en las más variadas canchas de Asunción y sus alrededores; oficio duro y peligroso, puesto que muchas veces sus sanciones y los resultados ponían de pésimo humor a los no favorecidos, quienes, piedra y/o botellas en mano, buscaban ajusticiar al pobre hombre de negro. Demás está decir que fue un dudoso penal cobrado lo que llevó a Marcial a la muerte, puesto que un hincha ebrio y furioso ingresó al empastado y descargó los seis tiros de su revólver en la humanidad del soplapitos, quien falleció en el acto.
Después de este desafortunado incidente, Diosnel siguió siendo un fanático de los domingos en la cancha, pero, queriendo emular a su adorado tío, se decidió por estudiar y aprender los vericuetos del arbitraje profesional, tarea a la que se dedicó con pasión y que culminó con un notable éxito, destacándose entre sus colegas por su probidad.
Así, a los 24 años, Diosnel Gutiérrez ascendió rápidamente por los distintos peldaños que llevan a pitar en los partidos de primera categoría, siendo elogiado por los comentaristas radiales y la prensa escrita, ya que era acertado en sus decisiones y tenía un ojo sagaz y certero para localizar una falta aunque ésta se haya realizado con un total disimulo, e incluso a sus espaldas. No faltaban bromas con respecto a su persona, como decir que no necesitaba de lineman para darse cuenta de todo lo que ocurría a su alrededor, y que solito podía encargarse de los 90 minutos.
Con su creciente fama de árbitro probo y pío, también vinieron los lujos, el dinero, y las mujeres. Se regocijaba de pertenecer a los círculos deportivos más exclusivos y de codearse con los deportistas de su medio más famosos y extravagantes; así como también participaba de todas las fiestas y reuniones a las que era invitado.
Fue en una de estas salidas que conoció a Naira Rojas, una pelirroja pecosa y petisa, de risa fácil y generosas proporciones. Apenas se cruzaron sus miradas, ambos se sintieron atraídos mutuamente. Demás está decir que congeniaron de inmediato, y que a las pocas semanas formaban una hermosa pareja, ya que ella no solamente era preciosa, sino que además disfrutaba tanto como él de los encuentros futbolísticos, y asistía a cada uno de los partidos en los que él se desempeñaba como árbitro, alentándolo con palabras cariñosas y guiños de complicidad.
Pero el destino es cruel y la fatalidad persigue a quienes son felices en demasía.
Una tarde de marzo, Diosnel -que se encontraba podando las plantas de su casa- recibió el llamado más triste de su vida, y que decidiría el resto de su existencia. El cuerpo sin vida de Naira Rojas había sido encontrado por un caminante a orillas de un sendero poco transitado. Había sido ultrajada y muerta a cuchillazos por adictos al crack que tanto abundan por los barrios marginales. La habían raptado cerca de su lugar de trabajo y luego abandonado en el citado lugar, como quien tira un pañuelo descartable.
Diosnel se hundió en un abismo sin fin, interminable como los 90 minutos de una final del mundo, y oscuro como su primer traje de árbitro. En la soledad de su habitación, lloró sus penas, invocando el nombre de aquella a la que nunca más vería, y pasando la amargura de la hiel en su boca con generosos y constantes tragos de licor.
Seis meses después, todos se sorprendieron cuando lo vieron regresar a las canchas. Se lo veía serio, sereno y recuperado, aunque cuentan los que lo conocieron que el brillo de sus ojos se había apagado casi por completo, como los de un pez muerto.
Durante sus primeras apariciones, no se notó un cambio perceptible en él. Seguía siendo el árbitro justo e infalible que había sido siempre. Nada escapaba a su ojo avizor y ninguno de los dos equipos rivales tenía quejas en contra de su desempeño en los diferentes cotejos.
Una noche de octubre, en mérito a su reconocida trayectoria, fue convocado a desempeñar el papel de juez en un encuentro decisivo: la gran final del torneo local, y, coincidentemente, el súper clásico. El ganador no solamente se llevaría los laureles de la temporada, sino que además tendría la suprema dicha de burlarse incisivamente de los vencidos, como siempre ocurre en este tipo de encuentros.
El partido se desarrolló sin mayores incidentes, con un Diosnel seguro de sí mismo, y que aplicaba las penas correctas y sin titubeos. Pero en el minuto 88, con el marcador igualado a 2 tantos y en el mismísimo fragor del encuentro, uno de los defensores aplicó una salvaje y desmedida plancha al atacante, que entraba ya de cara al gol, presto a finiquitar el trámite.
La falta se había producido en una zona dudosa: no se podía saber con certeza si fue dentro o fuera del área penal. Diosnel, por primera vez en su carrera dudó al soplar el silbato. Ese pitido sonó trémulo, inseguro y débil, como si proveyera del fondo de una lejana sima.
Con paso lento, que pretendía ser seguro -pero no lo era-, Diosnel se acercó al borde del área y dictaminó que la falta había sido fuera de la misma.
Los jugadores pusieron en duda su decisión, pero no se atrevieron a recriminar con mucha dureza: Diosnel era conocido por sus acertadas sanciones y su mirada de lince, casi infalible. Sin embargo, había algo que no ofrecía duda alguna: la falta merecía la expulsión lisa y llana del defensor, considerando que al atacante hubo que sacarlo en camilla y aullando de dolor, ya que sufrió una severa luxación de tobillo y desgarro del tendón.
Diosnel se echó la mano al bolsillo izquierdo de su camiseta, donde, pegada a su corazón, se encontraba la tarjeta que enviaba al infractor a las duchas, sin más contemplaciones. La infame Tarjeta Roja.
Apenas empezó a sacarla, sus ojos se posaron en ella, y el solo color del temido cartón trajo una palabra -más bien, un apellido- a su mente y su corazón: Rojas.
El recuerdo de sus días felices y luego el profundo dolor de la pérdida de su bien más preciado acicateó sus entrañas. Una súbita ráfaga de duda cruzó por su cabeza, y su mano, generalmente firme y dispuesta, pareció perder todo impulso y fuerza. Tanto sufría su alma, que decidió no volver a mirar la tarjeta que traía a su memoria la felicidad que algún día supo tener y que se había truncado como una rama que, ya caída del árbol, no puede volver nunca más y solo espera secarse y morir.
Devolvió al bolsillo el cartón color sangre, y -esta vez con gesto decidido- extrajo la tarjeta amarilla, que brilló refulgente como si tuviese luz propia, sobre su cabeza.
El clamor salvaje de la hinchada del equipo afectado inundó el estadio y se armó una batahola que hasta hace poco era recordada por quienes asistieron a tan inusitado encuentro. Diosnel sufrió severas contusiones debido a la golpiza propinada por los jugadores y a los millares de objetos arrojados de los que fue blanco.
Nunca más se vio a Diosnel Gutiérrez, el probo y pío, arbitrando un encuentro. Ese fue su fin.
Hasta sus últimos días, cuentan que tenía a su lado un portarretrato que jamás tuvo una foto o una dedicatoria o un poema; y con ese mismo objeto fue enterrado cuando, a los 88 años, dejó este mundo.

En ese portarretrato estaba el recuerdo de su amada, el compendio de sus días más felices y -a la vez- de su más grande dolor; el objeto que le recordaba cuán feliz y desgraciado fue alguna vez y para siempre: la temida Tarjeta Roja.

Hasta siempre y muchas
gracias Don Felipón Muñoz por la excelencia en su cuento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario