Morador de tierras fértiles y naturales, caminante de
caminos nunca recorridos, maestro de verdades jamás aprendidas, Carmelo Levante
era el más picho de la zona, cuentan las malas - y las buenas lenguas por
sobretodo - que con solo mirar de costado fecundizaba a quién lo mire,
indistintamente hombre o mujer, nadie escapaba a sus encantos heredados tal vez
de Hugh Hefner, quién sabe ¿no?
Se dedicaba a la recolección de todo tipo de cosas, desde
una cerilla de fósforos con el cual construía su parque de diversiones pirotécnicos,
no tan seguras, pero divertidas al fin, hasta lo más que se puedan imaginar, no
dejaba escapar casi nada. Su casa estaba hecha del más fino cartón de
exportación de perfumes que le daban un aire diferente al ambiente, el techo
copiado de planos franceses eran de tejas casi todas rotas, pero con una fina
terminación que cuando llovía solo goteaba en las planteras del interior de la
casa, el baño contaba con aire acondicionado central frio/caliente con vista a
la calle, el wáter de la más fina terminación en ele minúscula y por supuesto,
el espejado un poco roto pero con un cálido toque minimalista, en el comedor
relumbraba una mesa de 7 patas donde los clavos mal herrumbrados le da un tenue
ambiente confortable, las sillas de oficina sin rueditas ocasionan todo tipo de
malabarismo al que intente sentarse, aun así
hacen juego con el piso alfombrado con los más diversos íconos famosos del
mundo, “la mano de Dios”, “Garganta profunda” “Los Simpsons” etc. El quincho
una fusión entre lo coloquial y anárquico hecho con la parrilla de un Mercedes
Benz clase A y, de techo una antena satelital de los 90, hacen que los manjares
tengan su propia vida en los paladares y ojos visitantes.
Carmelo Levante no era de esos tipos sobradores, más bien
era tímido y un poco irresponsable a la vez, ya que según cuentan tenía como 12
hijos solo en la cuadra, reconocidos, y se calcula que otros 24 y tantos
repartidos por todo el país, aunque esto último es a confirmar.
Tenía un gran secreto entre ceja y ceja y que pocos sabían,
cuentan que con solo mirar conquistaba, así que, los que ya sabían, llevaban
anteojos negros a cualquier parte para evitar ser “conquistados” por el amigo
Levante.
Carmelo hacía honor a su apellido, así que todos los días tenía
algún “levante”, ya sea de reciclaje o de amores. La gente del barrio le tenía
un respeto enorme y contaban sus diversas anécdotas a boca llena, una de esas
historias se las contaré en la segunda parte.
Hasta siempre.