Diosnel
siempre fue un apasionado del fútbol. De chico iba a la cancha con
su tío Marcial, quien se desempeñaba como árbitro en partidos de
barrio y torneos de poca monta, en las más variadas canchas de
Asunción y sus alrededores; oficio duro y peligroso, puesto que
muchas veces sus sanciones y los resultados ponían de pésimo humor
a los no favorecidos, quienes, piedra y/o botellas en mano, buscaban
ajusticiar al pobre hombre de negro. Demás está decir que fue un
dudoso penal cobrado lo que llevó a Marcial a la muerte, puesto que
un hincha ebrio y furioso ingresó al empastado y descargó los seis
tiros de su revólver en la humanidad del soplapitos, quien falleció
en el acto.
Después
de este desafortunado incidente, Diosnel siguió siendo un fanático
de los domingos en la cancha, pero, queriendo emular a su adorado
tío, se decidió por estudiar y aprender los vericuetos del
arbitraje profesional, tarea a la que se dedicó con pasión y que
culminó con un notable éxito, destacándose entre sus colegas por
su probidad.
Así,
a los 24 años, Diosnel Gutiérrez ascendió rápidamente por los
distintos peldaños que llevan a pitar en los partidos de primera
categoría, siendo elogiado por los comentaristas radiales y la
prensa escrita, ya que era acertado en sus decisiones y tenía un ojo
sagaz y certero para localizar una falta aunque ésta se haya
realizado con un total disimulo, e incluso a sus espaldas. No
faltaban bromas con respecto a su persona, como decir que no
necesitaba de lineman para darse cuenta de todo lo que ocurría a su
alrededor, y que solito podía encargarse de los 90 minutos.
Con
su creciente fama de árbitro probo y pío, también vinieron los
lujos, el dinero, y las mujeres. Se regocijaba de pertenecer a los
círculos deportivos más exclusivos y de codearse con los
deportistas de su medio más famosos y extravagantes; así como
también participaba de todas las fiestas y reuniones a las que era
invitado.
Fue
en una de estas salidas que conoció a Naira Rojas, una pelirroja
pecosa y petisa, de risa fácil y generosas proporciones. Apenas se
cruzaron sus miradas, ambos se sintieron atraídos mutuamente. Demás
está decir que congeniaron de inmediato, y que a las pocas semanas
formaban una hermosa pareja, ya que ella no solamente era preciosa,
sino que además disfrutaba tanto como él de los encuentros
futbolísticos, y asistía a cada uno de los partidos en los que él
se desempeñaba como árbitro, alentándolo con palabras cariñosas y
guiños de complicidad.
Pero
el destino es cruel y la fatalidad persigue a quienes son felices en
demasía.
Una
tarde de marzo, Diosnel -que se encontraba podando las plantas de su
casa- recibió el llamado más triste de su vida, y que decidiría el
resto de su existencia. El cuerpo sin vida de Naira Rojas había sido
encontrado por un caminante a orillas de un sendero poco transitado.
Había sido ultrajada y muerta a cuchillazos por adictos al crack que
tanto abundan por los barrios marginales. La habían raptado cerca de
su lugar de trabajo y luego abandonado en el citado lugar, como quien
tira un pañuelo descartable.
Diosnel
se hundió en un abismo sin fin, interminable como los 90 minutos de
una final del mundo, y oscuro como su primer traje de árbitro. En la
soledad de su habitación, lloró sus penas, invocando el nombre de
aquella a la que nunca más vería, y pasando la amargura de la hiel
en su boca con generosos y constantes tragos de licor.
Seis
meses después, todos se sorprendieron cuando lo vieron regresar a
las canchas. Se lo veía serio, sereno y recuperado, aunque cuentan
los que lo conocieron que el brillo de sus ojos se había apagado
casi por completo, como los de un pez muerto.
Durante
sus primeras apariciones, no se notó un cambio perceptible en él.
Seguía siendo el árbitro justo e infalible que había sido siempre.
Nada escapaba a su ojo avizor y ninguno de los dos equipos rivales
tenía quejas en contra de su desempeño en los diferentes cotejos.
Una
noche de octubre, en mérito a su reconocida trayectoria, fue
convocado a desempeñar el papel de juez en un encuentro decisivo: la
gran final del torneo local, y, coincidentemente, el súper clásico.
El ganador no solamente se llevaría los laureles de la temporada,
sino que además tendría la suprema dicha de burlarse incisivamente
de los vencidos, como siempre ocurre en este tipo de encuentros.
El
partido se desarrolló sin mayores incidentes, con un Diosnel seguro
de sí mismo, y que aplicaba las penas correctas y sin titubeos. Pero
en el minuto 88, con el marcador igualado a 2 tantos y en el
mismísimo fragor del encuentro, uno de los defensores aplicó una
salvaje y desmedida plancha al atacante, que entraba ya de cara al
gol, presto a finiquitar el trámite.
La
falta se había producido en una zona dudosa: no se podía saber con
certeza si fue dentro o fuera del área penal. Diosnel, por primera
vez en su carrera dudó al soplar el silbato. Ese pitido sonó
trémulo, inseguro y débil, como si proveyera del fondo de una
lejana sima.
Con
paso lento, que pretendía ser seguro -pero no lo era-, Diosnel se
acercó al borde del área y dictaminó que la falta había sido
fuera de la misma.
Los
jugadores pusieron en duda su decisión, pero no se atrevieron a
recriminar con mucha dureza: Diosnel era conocido por sus acertadas
sanciones y su mirada de lince, casi infalible. Sin embargo, había
algo que no ofrecía duda alguna: la falta merecía la expulsión
lisa y llana del defensor, considerando que al atacante hubo que
sacarlo en camilla y aullando de dolor, ya que sufrió una severa
luxación de tobillo y desgarro del tendón.
Diosnel
se echó la mano al bolsillo izquierdo de su camiseta, donde, pegada
a su corazón, se encontraba la tarjeta que enviaba al infractor a
las duchas, sin más contemplaciones. La infame Tarjeta Roja.
Apenas
empezó a sacarla, sus ojos se posaron en ella, y el solo color del
temido cartón trajo una palabra -más bien, un apellido- a su mente
y su corazón: Rojas.
El
recuerdo de sus días felices y luego el profundo dolor de la pérdida
de su bien más preciado acicateó sus entrañas. Una súbita ráfaga
de duda cruzó por su cabeza, y su mano, generalmente firme y
dispuesta, pareció perder todo impulso y fuerza. Tanto sufría su
alma, que decidió no volver a mirar la tarjeta que traía a su
memoria la felicidad que algún día supo tener y que se había
truncado como una rama que, ya caída del árbol, no puede volver
nunca más y solo espera secarse y morir.
Devolvió
al bolsillo el cartón color sangre, y -esta vez con gesto decidido-
extrajo la tarjeta amarilla, que brilló refulgente como si tuviese
luz propia, sobre su cabeza.
El
clamor salvaje de la hinchada del equipo afectado inundó el estadio
y se armó una batahola que hasta hace poco era recordada por quienes
asistieron a tan inusitado encuentro. Diosnel sufrió severas
contusiones debido a la golpiza propinada por los jugadores y a los
millares de objetos arrojados de los que fue blanco.
Nunca
más se vio a Diosnel Gutiérrez, el probo y pío, arbitrando un
encuentro. Ese fue su fin.
Hasta
sus últimos días, cuentan que tenía a su lado un portarretrato que
jamás tuvo una foto o una dedicatoria o un poema; y con ese mismo
objeto fue enterrado cuando, a los 88 años, dejó este mundo.
En
ese portarretrato estaba el recuerdo de su amada, el compendio de sus
días más felices y -a la vez- de su más grande dolor; el objeto
que le recordaba cuán feliz y desgraciado fue alguna vez y para
siempre: la temida Tarjeta Roja.
Hasta siempre y muchas
gracias Don Felipón Muñoz por la excelencia en su cuento.